Luces de Nueva York
Nunca pensé que Nueva York aparecería así, de repente, al cruzar un río, entre los campos verdes, justo cuando paró de llover. El skyline se recorta nítido contra el cielo nuboso. Debe estar aún lejos.
El chófer vuelve a hablar de lo mal que conducen los
camioneros. Y la gente de Nueva York. Sobre todo esos. Y de los cisnes que
vienen en verano al río Hackensack. Son muy blancos, aunque alguno hay negro.
Vendrán a criar, o a sus cosas... dice.
También señala el aeropuerto de Newark, de donde
salió uno de los aviones del 11S. Qué cerca está. Qué poco voló aquel avión,
pienso sin decir nada.
Justo antes de dormir, no sé por qué, pienso en los
cisnes del río Hackensack, en sus cosas. Pienso en las luces de la ciudad,
también. En los gigantescos letreros luminosos de Times Square, su noche-día de
todos los colores, llena de gente de todas las lenguas.
Levantando la mirada veo como en algún tramo de la
oscuridad del cielo se pierde la luz.
El chófer del bus que nos lleva a NY habla de la
lluvia de anoche y de su perrita Roxy. De su vida en los marines y de su fe en
Dios. Y de los nombres de Dios.
Sentados en la primera fila lo tenemos justo al lado.
Sus ganas de charlar terminan justo al salir de Washington. Solo de vez en
cuando señala cosas de la carretera. Los gigantescos almacenes de Amazon o UPS,
los muelles de Baltimore o el puente histórico de Delaware.
Las grandes gabarras en el agua, que no se sabe si
viene o va, parecen diminutas. Llueve
casi sin parar. Los campos verdes jalonados de bosques. Las casas parecen
flotar en mitad de la hierba.
Hace calor en la habitación. El sonido de la nevera,
de los aparatos de aire acondicionado, alguna tubería… Y afuera las tripas de
la ciudad. Algo indefinible que parece digerir la noche.
Parecía hecha de otra luz. El interior de la catedral
de San Patricio, en plena Quinta Avenida. ¿Serán las vidrieras? ¿la tenue luz
de las velas eléctricas? ¿Será el silencio? Hay gente rezando. Quizá su
recogimiento remonta el aire de alguna manera. Y se ve.
Es interminable. La Quinta Avenida. Desde los
rascacielos como agujas en torno a Carnegie Hall al Rockefeller Center con la
gente patinando y sus juegos de fuentes.
La biblioteca pública de Nueva York frente al Bryant Park, el Empire
State Building o Koreatown.
Un desvío hasta la Grand Central Terminal y la Torre
Chrysler. ¿Y King Kong? Debe ser terrible ser magnífico. Ser abatido por la
mediocridad, dejarse caer.
Recuerdo jugar a pincharnos los dedos con la punta
del rascacielos. En las fotos. En las fotos donde ya no sale King Kong.
Justo antes de cruzar bajo el río Hudson para entrar
en Nueva York la autovía traza un lazo para entrar en el túnel Lincoln.
Increíble cuándo se construyó, en los treinta, comenta el chófer.
Justo ahí, antes de perder altura, es el mejor sitio
para ver el skyline de Manhattan en todo su esplendor, asomada al agua del
Hudson. El chófer lo dice a través del micro del bus. Avisará justo en el
momento propicio. Recordad. Mirar por el lado izquierdo del bus.
Al otro lado del túnel Manhattan. Los rascacielos y
la gente. El New Yorker. Los viejos depósitos de agua en las azoteas.
Bajamos del bus. Un placer nos dice. Igualmente. Un
apretón de manos. No me acordé de preguntarle su nombre.
Me asomaría a la ventana. A mirar la cálida noche de
NY. No lo hago y sigo echado. La ciudad parece sostenerme en su silencioso
no-silencio.
¿Mirar arriba? ¿abajo? Las luces de los enormes
letreros de Broadway. Las riadas de gente, los rascacielos… Los claxon y las sirenas... el ruido del
metro cuando se siente pasar bajo la acera. El vapor que sale de los
respiraderos…
Más allá de las hortensias, los rascacielos de Madison Square Park.
Alguien toca la guitarra y un pájaro de pecho rojo camina sobre la hierba.
El Flatiron Building y Union Square donde un anciano
recrea al Arca de Noé con cacatúas, loros, conejos y cobayas, perros y gatos.
Apenas parece hacerse de noche. De repente en una
calle transversal el resplandor del ocaso. Es como si atravesase la ciudad de
parte a parte.
Es como si sintiera el mar. Qué extraño. La subida
del agua arrastrada por la luz del ocaso.
Entre los árboles del Washington Square Park la
oscuridad se hace más profunda. Niños con monopatines aquí y allá, otros
sentados en los bancos. ¿Hablando de sus cosas? Entre las plantas, justo junto
a nosotros, se mueve un ratoncillo. Solo un instante. Es pequeñísimo. Es
magnífico.
De pronto el fulgor intermitente de una luciérnaga en
el aire. Qué hondo el silencio que vino después.
Como si cruzara un río, despierto de pronto al nuevo
día. La luz está aquí. Junto a mí el sonido de una respiración. Pequeña. Como
una oración que remonta el aire de la mañana.
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