Grand Canyon. La luz de cada instante.
La luz
cambia, en un momento. Sí, ha sido un instante. De pronto el sol ha caído y las
rocas han dejado de ser rojas. Parecen grises, ¿azules? La luna parece más
grande. Más brillante.
El Gran
Cañón. Estuve aquí hace más de diez años, qué diferente, yo, mis circunstancias.
Supongo.
Supongo que
es un poco tonto contar años aquí.
“Mi
cumpleaños. Contemplo el Gran Cañón del Colorado y pensar en años me parece
ridículo. Esta inmensidad hecha de roca y tiempo se abre ante mí como un cielo
vacío. Las nubes grises vienen y van y los colores cambian entre rojos, ocres,
blancos, marrones… Y la nieve bordea los desfiladeros y cubre los árboles
retorcidos. Me asomo y mi mirada se despeña millones de años hasta el fondo de
un río que se intuye porque apenas se ve. Mi corazón sobrecogido sobrevuela
esta inmensidad de nada junto al vuelo de los cuervos.”
Qué cosas,
ya me parecía tonto entonces sí. Pensar los años. Pensar en mí siquiera, me
parece ahora.
También los
cuervos. Los grandes cuervos brillantes, agachados, mirando en la dirección de
la que viene el viento. Parecen los mismos. Como las rocas. Como yo.
“Contemplo
hipnotizado el pasado. Sé que algo de mí ya estaba aquí cuando el río Colorado
serpenteaba por lo que ahora es el borde del desfiladero. Cuando las cosas
nacieron y aún no tenían nombre yo ya estaba aquí.”
Qué cosas
decía entonces. Al borde la nieve. En aquel febrero remoto en el que
contemplaba el pasado mil veces remoto echado, aguardando, sobre los estratos
de las rocas.
Unos con otros,
cañones que se cruzan. No sé cuándo el viento cambió de dirección.
El horizonte
también parece aguardar. Como el pasado. Como las montañas. Cuando viajas y el
horizonte es nuevo. Y las cosas son por primera vez. O eso parece.
“Primero se
borran los detalles. Los detalles. Aquellos detalles que propuse no olvidar
nunca. Aquellos detalles se han ido disipando en mi mente, como las nubes
blancas en el cielo azul. Pero algo persiste en mi mente, algo difuso e
imperfecto, algo sin nombre.
Quizá
el olor de la lluvia, ese olor… En mi
mente, vacía y azul…”
Siempre
estoy igual. Un poco tonto, pensando en
años, pasados o presentes, pensando en los detalles perdidos. En todos los
nombres de las cosas sin nombre.
Vaya. Es
verdad. Otra vez el viento entre los dedos. Otra vez esa sensación. Ese frío de
la tarde.
“Una brisa
gélida araña mi cara y arrastra mi nombre. Contemplo. Escucho. Estoy aquí. Y sé
que no olvidaré este momento que ya no es.
Un ruido
entre las ramas me hace girar la cabeza y veo un ciervo que camina parsimonioso
sobre la nieve. Sus delgadas patas se hunden en esa blancura que ahora brilla
al sol. Se detiene, me mira con una pata delantera flexionada en el aire.
Acostumbrados a la gente mantiene la mirada de sus ojos oscuros y brillantes.
¿Te
mantendrás tú en mi recuerdo? ¿Tú y este instante?
Quiero
creer. Quiero un “siempre”
Pero… pero
sé que ni siquiera el Gran Cañón ya, en este momento en que le doy la espalda,
el Gran Cañón que acabo de contemplar convertido en puro asombro no es ya el
mismo.
Vuelvo a
acercarme al desfiladero y oigo a mi espalda un rumor de ramas que se desvanece
sobre la nieve.”
Se mantuvo.
Sí. Ahora sé que se mantuvo. No entiendo el mecanismo, el prodigio, pero la
nieve permaneció hasta hoy. Milagrosamente
aquel ciervo me sigue mirando.
Apenas luz.
¿Desde dónde canta el pájaro que no conozco?
Qué extraño.
Creo que hoy esa mirada llega mucho más profundo. Quizá haya un momento, en
alguna parte, en un estrato, en que la luz se atenúa y las rocas azulean. De
pronto, cuando menos lo esperas. Cuando miras la nieve o a las personas que te
rodean.
Es extraño.
Parece el viento. El viento que sopla y llega de donde quiere y va donde no
sabe. Lo único que permanece aquí imperturbable. En mí. Atravesándome dulcemente,
helador, mientras pienso en tonterías.
“¿Qué hace
que algo imperfecto sea excelso?”
En qué
pensaría yo entonces cuando apunté esto. No lo sé. No sabría decir ahora si
distingo claramente ambas cosas. Quizá el agua que me recorre corre ahora más
profunda, un poquito más, como en el Gran Cañón. Quizá ahora siento que azuleo
frente a la luz de la tarde y sobre mí la luna llena es más brillante.
Entonces aún
no sabía casi nada. No sabía aún los nombres de todas las cosas sin nombre que
estaban por llegar.
Luna llena.
Parece de otro la sombra sobre el cañón.
Ahora, ahora
que ya sé nada, pienso en tonterías mientras varía la intensidad de la luz y
algo en mí, como nieve, recoge los pasos de todos los que han sido, son,
conmigo. Sus nombres. Su mirada.
Me gustaría
no dar nunca la espalda a ese rumor entre las ramas. Me gustaría ser un “siempre”
para ellos. Uno atravesado de parte a parte por el agua que corre, cambiando de
color con la luz de cada instante. Roca y viento. Blancura. Una delgada presencia
acostumbrada a su presencia, profunda, brillante. Una mano extendida en el
aire.
Cuando nos íbamos
del Gran Cañón, ya de noche, sentí el impulso de mirar atrás. La extraña
necesidad de mirar directamente a la oscuridad cara a cara.
Sabía que allí
no había nada. Allí estaba todo. Siempre lo supe.
-“Porque mil años delante de tus ojos
son como el día de ayer, que pasó. Como la hierba que crece en la mañana. Que
crece y florece. Y a la tarde es cortada y se seca. Como un torrente de agua. Como un sueño.”-
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