ese momento
Parece que aún lo estoy viendo pero ya no está. El colibrí.
La carta de un amigo. El sol insinuado en la claridad del
cielo. Salgo a la mañana. Me gusta caminar sin rumbo, furari, sin pensar mucho,
nada, salvo en las cosas pequeñas, que brillan, que aparecen y desaparecen
justo al otro lado de mí mismo.
Sin detenerse, un perro ladra al cuervo que acaba de posarse
en la farola. Un graznido, otro responde
tres farolas más allá.
Junto a las hojas caídas, mojados, los libros dejados en un
banco.
Anoche debió llover, quizá de madrugada, mientras dormía, las
gotas de agua aún permanecen sobre casi todas las cosas. Un regalo. Parece un mundo recién desenvuelto.
Con el brillo de las cosas nuevas.
Sobre la acera, sigo las huellas de un niño zigzagueando
entre hojas de ginkgo.
Es curioso, jamás me siento solo caminando solo. No sé si de
verdad vendrán todos los nombres conmigo pero de alguna manera las personas que
habitan mi corazón revolotean por aquí
no sé cómo.
Un vagabundo me cede el paso sobre el puente. En un instante,
el cormorán se sumerge de nuevo.
Cartas a un amigo, cartas a todos los amigos. Cartas… Qué
raro es escribir sin escribir. Un solo remitente, o ninguno, un solo
destinatario, o todos. Camino desde hace tanto tanto tiempo, soy tanta tanta
gente… qué locura. Qué cosas se me ocurren sin saber cómo ni por qué.
Ribera arriba, intuyendo de árbol en árbol la vivacidad de
un colibrí.
Parece que sale el solecito, sí. Adivinar si la corriente
sube o baja, si viene la marea o va. ¿Andará el viento corriente arriba
atravesando la ciudad entera hasta encontrarse con el océano? Buf, debe ser
increíble llegar al mar así, sin nada, de verdad sin nada en los huesos. Ser
solo algo que se mueve de acá para allá sin más. Sin saber por qué. Sin saber
nada. De verdad sin nada que saber en el corazón.
Frente al agua, un niño que apenas anda balbucea cogido de
su madre.
No sé esa gaviota pero ya es la segunda vez que pasa delante
de mí. Qué despacio nada. Bueno, parece que ni siquiera nada. Flota y ya está. Sobrepasa
un madero que flota cubierto de verdín. Vuelve y se sube. Qué bien se acicala. De
vez en cuando mira a un chorlito que no para de aquí para allá sobre el madero.
A veces mira hacia un velero llamado Morning Bells. A veces me mira a mí.
Un haz de luz atraviesa las nubes, el agua del canal. Justo
entonces la gaviota se queda quieta, ahí en la luz.
Acurrucado como un niño, persigo abejas entre flores que no conozco.
No sé por qué me gustan la pequeñez de las cosas pequeñas. Quizá
porque me siento un poco así. Cuando miro lejos, frente al mar, o cuando
escucho la tormenta, que se acerca. Y luego se va. Cuando de niño alzaba la
mirada a las montañas, o sobre ellas a la noche de verano. Sí. Soy muy pequeño.
Polen recogido en la pata de una abeja.
Una racha de viento. Sin darme cuenta estoy caminando en la misma
dirección que las hojas desprendidas del ginkgo.
El sol, a rachas, como el viento, viene y va haciendo
brillar las gotas de lluvia que aún quedan
sobre las hojas amarillas caídas en el suelo. En las que permanecen colgando de
las ramas de los árboles. Cómo aguantan. ¿Cuándo caerán por fin al suelo? ¿Cuándo
llegará ese preciso momento en el que nadie estará mirando?
De vuelta a casa. Un poco mojados, hay menos libros sobre el
banco.
Camino despacio sobre la acera cada vez más soleada.
Despacio para no perderme nada que no deba perderme. Para poder perderme. Sin
rumbo, llegar solo a donde deba llegar. Con la tranquilidad de las abejas y los
ríos. En su confianza.
Sobre cada charco diferente el reflejo del hospital. El
brillo del sol.
¡Plot! en mitad de mi cabeza una gota de agua. Desprendida
de un tejado en el preciso momento en que nadie miraba. Ese preciso momento.
Justo ese preciso momento en el que una cosa se convierte en otra. Y un momento
en otro.
Y el colibrí que mirabas ya no está.
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